viernes, 25 de octubre de 2013

Márcame un destino.

Y sonaba en la radio el maestro Sabina, acompañado por las gotas que salpicaban los cristales del coche. Gotas tristes que anunciaban el temporal. Yo, quieta, envuelta en mis miedos. Dulce melodía aquella que me devolvía a tiempos mejores. Al otro lado de la calle se alzaban las farolas que apenas iluminaban el día gris. 

Con la frente apoyada en la ventanilla, centrifugando pesamientos, la mirada perdida entre las arrugas de los asientos del coche. Era como ser absorbida por todo lo que me rodea, creando un vacío donde físicamente se encuentra mi cuerpo.

 A veces pienso que vivo engañada por las emociones, que son ellas las que matizan cada episodio de tal manera que me hacen vivir en una utopía constante.  Cuando algo se descoloca, un enorme cristal se estrella contra el suelo y se hace añicos. Puedo oír cómo se rompe cada milímetro incluso antes de aterrizar, sentir cómo ese cristal corta friamente el aire. 

Esta capacidad de atribuir una imagen concreta a una emoción complica las cosas. Quiero creer que no estoy loca, confío en que haya gente que vea el mundo diferente, que sienta diferente al resto de los demás.  

Hasta comprobarlo, yo seguiré dentro de este coche, imaginando. Siguiendo al conductor allá donde me lleve. Sin preocuparme por el precio del viaje. Sin mirar el reloj. Acariciando nerviosamente la piel de los asientos con las uñas. Enmascarando mi ansiedad.